Los días comenzaron a transcurrir con una inusual y reconfortante calma. Mariam se había adaptado rápidamente a la nueva rutina, una que jamás pensó que llegaría a disfrutar tanto: despertar al lado de su hijo y de Demian, ver cómo el pequeño corría por la casa mientras Azucena preparaba el desayuno, escuchar las risas que llenaban cada rincón del hogar, y sentir que, al fin, tenía algo parecido a una familia.
Demian, por su parte, parecía haber encontrado un remanso de paz en medio del caos que siempre fue su vida. Mariam, su hijo, Azucena y Sofía se habían convertido en su refugio, en su hogar real. Todos los días hacían alguna actividad diferente: a veces visitaban el zoológico, otras veces hacían picnics improvisados en el parque, o simplemente caminaban por la ciudad, disfrutando de los momentos más simples.
Aquella mañana no fue diferente.
—¡Vamos, Demian, que se te va a ir el bus! —bromeó Mariam, mientras sujetaba al niño con una mano y con la otra sostenía un termo de café.
—E