Mariam avanzaba por los pasillos con lentitud, tambaleante. El alcohol aún nublaba su juicio y le ardía en la garganta como una verdad que no podía negar. Había bailado con Demian. Había sentido su mano en su cintura, su respiración en su cuello y el calor que emanaba de su cuerpo como una llama maldita que ella misma había alimentado.
El eco de sus tacones resonaba débilmente en el silencio de la casa, mientras se aferraba a las paredes para mantener el equilibrio. El alcohol era una mala compañera y una pesima consejera. En su mente, Demian ya no era el hombre que le había roto el corazón, sino el hombre al que había deseado noche tras noche en secreto, aquel que la hacía estremecerse con una sola mirada. Respiró profundamente, intentando sofocar ese deseo traicionero que comenzaba a quemarla por dentro.
Se detuvo de golpe al verlo salir de la habitación de su hijo. Su pecho se contrajo. Demian estaba de espaldas, cerrando con cuidado la puerta, pero, aun así, el corazón de Mariam e