Las puertas de la enorme mansión se abrieron con un golpe seco, retumbando por los pasillos como un trueno contenido. Tatiana entró hecha una tormenta vestida de seda, con los labios temblando de rabia y el cabello cayendo en ondas desordenadas por su rostro pálido. La empleada doméstica que pasaba con una bandeja se hizo a un lado sin decir palabra; sabía leer los gestos de su jefa, y ese rostro no anunciaba nada bueno.
Los tacones de Tatiana resonaron sobre el mármol como metralla. Cruzó el vestíbulo sin detenerse, la mirada fija al frente, ignorando todo a su alrededor. Al llegar a la sala, su vista se posó en un jarrón de cristal azul celeste que reposaba sobre una mesa antigua. Era una pieza francesa del siglo XIX, un obsequio de bodas. Sin pensarlo dos veces, lo alzó con ambas manos y lo estrelló contra el suelo.
El estrépito llenó el aire. Trozos de vidrio volaron en todas direcciones, brillando como esquirlas bajo la luz del mediodía. La respiración de Tatiana era irregular, s