La puerta de mi oficina acababa de cerrarse tras la salida de mi abuelo, dejando un silencio denso. Me giré hacia la ventana, aflojando el nudo de mi corbata, tratando de calmar la furia que me hervía en la sangre.
—Viejo infeliz... —mascullé, mirando mi reflejo.
Entonces, sucedió. No fue un ruido al principio. Fue una vibración. Un estremecimiento profundo que subió desde los cimientos del edificio, recorriendo la estructura de acero como un escalofrío en una columna vertebral. El suelo bajo mis pies tembló violentamente. Los cristales panorámicos, diseñados para resistir huracanes, vibraron con un zumbido siniestro.
Mi instinto se activó en una fracción de segundo.
¿Un terremoto? No. Fue un golpe seco. Una detonación.
—¡Bum!
El sonido llegó con retraso, amortiguado por los pisos de concreto, pero inconfundible.
Las luces parpadearon una vez. Dos veces. Y luego, el aullido estridente de la alarma de incendios rompió la paz de mi santuario.
Corrí hacia el panel de seguridad en la pare