Las puertas automáticas de la sala de urgencias se abrieron de golpe, como si hubieran sentido mi furia antes de verme.
—¡ABRAN PASO! —rugí, empujando la camilla junto con los paramédicos, ignorando las miradas horrorizadas de los pacientes en la sala de espera.
El caos del hospital nos engulló. Enfermeras corrían, monitores pitaban, el olor a alcohol y enfermedad golpeó mis fosas nasales, mezclándose con el hedor a humo y sangre seca que emanaba de mi propia ropa.
—¡A trauma uno, rápido! —gritó alguien.
Corrí al lado de Adeline, aferrando su mano inerte como si fuera el único ancla que la mantenía en este mundo. Su rostro estaba pálido, casi gris bajo el hollín, y la máscara de oxígeno se empañaba con un ritmo irregular que me aterrorizaba.
Llegamos a las puertas dobles de la zona estéril.
—¡Señor, no puede pasar! —Una enfermera se interpuso en mi camino, extendiendo un brazo firme—. ¡Solo personal médico a partir de aquí!
—¡Apártese! —bramé, intentando esquivarla.
—¡Seguridad! —grit