Damián entró a la empresa por su acceso privado, sintiéndose el dueño absoluto del universo.
El recuerdo de Adeline gimiendo su nombre en el coche, la sensación de sus dedos todavía hormigueando por el tacto de su piel y el olor de su perfume impregnado en su traje lo tenían en un estado de euforia casi narcótica. Saludó al jefe de seguridad del pasillo con un asentimiento breve pero enérgico, e incluso le dedicó un "buenos días" sonoro a su secretaria ejecutiva antes de entrar a su despacho.
Se sentía el Rey del mundo. Invencible. Intocable. Abrió la puerta doble de su oficina presidencial esperando encontrar el silencio habitual, ese santuario de cristal y cuero donde él dictaba las reglas. Pero el silencio que encontró no era de paz; era de invasión.
Damián se detuvo en seco. Su sillón, ese trono de cuero italiano desde donde dirigía su imperio tecnológico, estaba girado hacia el enorme ventanal que daba a la ciudad. Alguien estaba sentado allí, de espaldas a él, observando su domi