Caminar las tres cuadras hasta la empresa fue una odisea. Mis piernas parecían de gelatina. Cada paso que daba me recordaba la presión de los dedos de Damián, la intensidad de su mirada y la forma en que me había hecho perder el control en un coche aparcado a plena luz del día. Sentía las mejillas ardiendo, no por el sol de la mañana, sino por el rubor persistente que se negaba a abandonar mi rostro.
Intenté poner cara de ejecutiva seria, pero era inútil. Una sonrisa boba, casi ebria, se me escapaba por las comisuras de los labios cada vez que parpadeaba y veía su sonrisa de lobo satisfecho. Crucé las puertas giratorias del edificio con el corazón todavía galopando. Saludé al guardia de seguridad con un gesto rápido y me dirigí casi corriendo hacia los baños de la planta baja antes de subir a mi piso. Necesitaba recomponerme. Necesitaba borrar la evidencia del "delito".
Entré al baño de mujeres y me lancé hacia el espejo. —Dios mío, Adeline... —murmuré, viendo mi reflejo. Mi cabello,