—Damián... no podemos hacer esto —repetí, y mi voz, aunque intentaba ser firme, salió envuelta en una fragilidad que detestaba.
La frase quedó suspendida en el aire, flotando entre nosotros como una barrera invisible que intentaba desesperadamente levantar. A nuestro alrededor, el restaurante continuaba con su sinfonía de cubiertos chocando contra la porcelana, risas discretas y el murmullo constante del agua cayendo por las paredes de piedra decorativa, pero en nuestra mesa, el tiempo parecía haberse detenido.
Damián no se inmutó. No hubo sorpresa en sus ojos oscuros, ni el más mínimo rastro de rechazo o enfado. Simplemente me miró con esa calma imperturbable que solía aterrar a los directivos en las juntas y que ahora, extrañamente, hacía que mi corazón latiera desbocado contra mis costillas.
Lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo, extendió la mano hacia la botella de vino que el camarero había dejado en la hielera. El cristal se empañó bajo sus dedos largos y fuertes.