La camioneta blindada se detuvo con un chirrido seco de neumáticos sobre el pavimento pulido del estacionamiento subterráneo del Edificio. No estábamos en el área de visitantes; estábamos en una zona restringida, marcada con líneas amarillas y cámaras de seguridad que parpadeaban con luces rojas en cada esquina.
El motor se apagó, devolviéndonos a un silencio que zumbaba en mis oídos. Antes de que pudiera siquiera intentar mover mis piernas entumecidas, la puerta a mi lado se abrió. Damián estaba ahí. No esperó a que yo bajara; extendió la mano y me tomó, sus dedos cerrándose alrededor de los míos con una firmeza que bordeaba el dolor, pero que en ese momento era lo único que me mantenía vertical.
—Vamos —dijo, su voz carente de cualquier inflexión, fría como el acero.
Salí del auto, mis pies descalzos tocando el cemento frío, había perdido las sandalias en la huida de la playa y ni siquiera me había dado cuenta. Caminamos rápido hacia los ascensores privados. Damián no me soltaba, me