El sol de media mañana caía a plomo sobre la playa privada del puerto, haciendo brillar la arena blanca como si fuera polvo de diamantes. El lugar era exclusivo, un pequeño paraíso reservado para los huéspedes VIP del complejo: tumbonas de madera teca con colchonetas blancas, sombrillas de lino y camareros vestidos de blanco inmaculado moviéndose con bandejas de cócteles helados.
Llegamos al lugar caminando por una pasarela de madera. Damián iba a mi lado, con una mano en mi espalda baja, guiándome. Llevaba una camisa de lino blanca, desabrochada en los primeros botones, y unas gafas de sol oscuras que ocultaban hacia dónde miraba.
Jasper y Katherine iban unos pasos por delante. Katherine había elegido una tumbona doble en primera fila, cerca del agua, y ya estaba desplegando su toalla. Jasper se dejó caer en la tumbona contigua con un gemido, protegiéndose los ojos del sol con la mano. La resaca parecía estar matándolo.
—Aquí está bien —dijo Damián, señalando unas tumbonas un poco m