El calor del mediodía se había vuelto sofocante. El sol caía sin piedad sobre la arena blanca, y ni siquiera la brisa marina lograba aliviar la sensación de bochorno que se adhería a la piel. Me senté en el borde de la tumbona, sintiendo gotas de sudor resbalar por mi espalda, justo sobre el camino que los dedos de Damián habían trazado minutos antes con el protector solar.
Miré hacia el mar. El agua se veía cristalina, turquesa, invitándome a sumergirme y borrar el rastro de las miradas lascivas de Jasper, que no había dejado de observarme desde la barra del bar, copa tras copa.
—Voy a meterme al agua —anuncié, poniéndome de pie y sacudiendo la arena de mis muslos.
Damián, que estaba revisando algo en su móvil con el ceño fruncido, levantó la vista. Iba a levantarse para acompañarme, su instinto de sombra protectora activándose de inmediato, pero en ese preciso instante, su teléfono comenzó a vibrar en su mano.
Miró la pantalla y su expresión se endureció. Parecía que no podía ignora