El barrio era una cicatriz en el borde de la ciudad, un laberinto de concreto gris y ladrillo descolorido. El aire olía a humedad, a fritanga rancia y a la desesperanza que se filtraba por las grietas del pavimento.
Un sedán negro, tan brillante que parecía absorber la poca luz del día, se deslizó por la calle y se detuvo frente a un edificio que se encogía entre sus vecinos. Eran cinco pisos de mugre acumulada. La puerta del conductor se abrió y un hombre joven, vestido con un traje a medida que costaba más que el alquiler de todo el edificio, salió del auto impecable.
Se quedó de pie por un segundo, con los lentes oscuros puestos, ocultando su expresión mientras miraba hacia la fachada. Luego, con un movimiento metódico, se acomodó el saco, abrochando el botón central. Estiró la tela con dos tirones secos, quitando cualquier arruga que el leve movimiento del viaje hubiera podido causar.
Entró al edificio. El vestíbulo era oscuro. El olor a humedad se intensificó. Notó que el ascenso