22. El regalo inesperado
El bosque se tornó más oscuro de lo que recordaba. Cada paso de Soledad crujía entre hojas secas y ramas húmedas, mientras el viento nocturno acariciaba su piel con un escalofrío constante. No había luna. Solo la linterna parpadeando en su mano y el eco de su respiración.
Llevaba el puñal de su abuelo colgado a la cintura y el rifle firme entre los brazos. No temblaba. Ya no era la niña que corría a esconderse al primer ruido. Algo en su interior se había roto... o transformado. Dolía, sí. Pero también era una verdad imposible de negar.
Caminó sin descanso hasta que la luz titilante reveló una silueta entre las raíces y piedras. Un cuerpo. Detuvo el paso. Bajó el haz de luz. La sangre seca, oscura, impregnaba la tierra. El rostro desfigurado, irreconocible para cualquiera… menos para ella.
Era él.
Su cazador. Su sombra. Su pesadilla.
Muerto.
El nudo en su estómago se soltó de golpe. Un alivio amargo la invadió: no tendría que hacerlo. No cargaría con una muerte. Pero tampoco sin