18. "El precio de la lealtad"
El ladrido de Guardián ya no estaba. Solo el eco del silencio, el mismo que deja una bala cuando se lleva algo más que carne y hueso. Un silencio tan denso que se sentía como una losa cayendo sobre el pecho. Soledad cayó de rodillas junto al cuerpo tibio de su perro, con el corazón estrujado y los dedos temblando mientras acariciaba su pelaje aún húmedo de vida. No había forma de comprender cómo un segundo podía arrebatar tanto.
—¡Guardián! ¡No… no…! —su llanto fue sordo, entrecortado, un quejido salvaje que dolía más que los disparos. Su voz no era un grito, era una herida abierta suplicando que el tiempo se detuviera, que retrocediera, que algo—lo que fuera—deshiciera el horror.
Elian no dijo nada. No de inmediato. Estaba al otro lado del claro, inmóvil, apuntando con su arma a un cuerpo que apenas se movía. El tipo estaba vivo. Atado. Sangrando. Pero vivo. Su pecho subía y bajaba con dificultad, y un hilillo de sangre le cruzaba la mandíbula.
Y Elian necesitaba que siguiera así.