Jenkins apenas tiene tiempo de limpiarse la sangre de la boca antes de que Sawyer vuelva a lanzarse sobre él.
El golpe es tan rápido que lo toma por sorpresa, estampando su puño contra su barbilla con una fuerza que le hace crujir los dientes.
Kenneth trastabilla hacia atrás, choca contra la mesa y, antes de que pueda recuperar el equilibrio, Sawyer ya está encima de él.
Los dos caen al suelo, rodando entre sillas derribadas y charcos de café.
Los gruñidos de ambos llenan la sala común. Sawyer es una máquina de furia contenida: cada puñetazo es una descarga de meses de provocaciones, amenazas y mentiras.
Sus músculos están tensos, su respiración agitada, y aun así su precisión es quirúrgica.
Cada golpe va dirigido a la cara de Kenneth, a su costado, a ese punto exacto que lo obliga a retorcerse de dolor.
Jenkins, aunque más corpulento, está en clara desventaja.
Sus intentos por bloquear los golpes solo logran enfurecer más a Sawyer.
El sonido de los nudillos contra la carne res