Los golpes insistentes en la puerta la sobresaltan.
Isabella deja el paño de cocina sobre la encimera y cruza el apartamento con el corazón desbocado. Es tarde. No espera a nadie. Y los niños ya están dormidos.
Cuando abre, encuentra a Alexander plantado en el umbral, empapado por la llovizna, el ceño fruncido y los labios apretados en una línea dura.
Está empapado, tiene todo el traje mojado, el pelo revuelto y, aun así, no puede evitar devorarlo con la mirada. Por mucho que lo ha intentado, no ha podido controlar la manera estúpida en la que sus ojos lo continúa mirando cada vez que se encuentran.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunta ella, entre sorprendida y desconfiada.
Alexander no se inmuta. Da un paso al frente, obligándola a retroceder para dejarlo pasar.
—No contestabas mis llamadas —espeta, cerrando la puerta tras de sí con un movimiento seco—. Ni mis mensajes. Me preocupé. Ha pasado más de una semana, Isa. Me evitas en la empresa, huyes de mí como si fuera en mismo diablo.