El sol de la tarde se filtraba entre las enormes cristaleras del edificio, tiñendo todo de un tono ámbar cálido.
Valentina salió del ascensor cargada hasta el límite, equilibrando torpemente varias carpetas gruesas, su bolso y una botella de agua medio abierta que amenazaba con derramarse en cualquier momento.
Sus zapatos hacían eco contra el suelo de mármol, y un mechón rebelde se deslizó sobre su frente perlada de sudor.
«Perfecto, qué imagen más elegante», pensó con sarcasmo, ajustándose el bolso al hombro.
No pidió ayuda. No era su estilo. Siempre había preferido resolver sola sus problemas, cargar su propio peso, literal y metafóricamente.
Por eso casi se sobresaltó cuando una mano firme, cálida, le arrebató las carpetas de un tirón preciso.
—Te vas a desarmar en cualquier momento —murmuró Henry, caminando ahora a su lado, como si fuera lo más natural del mundo.
Valentina abrió la boca para protestar, pero se contuvo.
Henry no la miraba. Caminaba concentrado, sujetando las carp