El sol entra por las cortinas a medio cerrar, proyectando haces dorados sobre la piel desnuda de Isabella.
Parpadea despacio, aún sumida en esa tibia frontera entre el sueño y la vigilia.
El calor a su lado le recuerda que no está sola. Alexander sigue allí, dormido, abrazándola por la cintura, como si el mundo entero pudiera desvanecerse y él aún no la soltaría.
La noche anterior ha sido un punto de quiebre. No solo por la pasión que compartieron, sino por todo lo que dejaron de temer.
Isabella acaricia suavemente el rostro de Alexander, observando cómo el leve vaivén de su pecho marca el ritmo de su respiración.
Por primera vez en años, siente una paz real, profunda, casi tangible. Se permite unos minutos más en esa burbuja antes de deslizarse lentamente fuera de la cama.
Pero apenas da unos pasos hacia el baño, escucha risas infantiles resonando desde el pasillo.
—¡Mamá, mamá! —la voz entusiasta de Gael golpea como un trueno suave.
—¡Papá dice que vamos a la playa! ¡Hoy mismo!