La carta de renuncia tiembla entre sus manos.
Isabella la ha escrito y borrado una docena de veces. Pero esta vez, las palabras permanecen. Frías. Irrevocables. La tinta de su firma aún está fresca, como un tatuaje que sangra.
—Esto es lo mejor —susurra, más para convencerse que como afirmación—. Es lo correcto.
Alexander no está. No quiso que lo acompañara. No quería mirarlo a los ojos al entregar el sobre que marcará el final de todo.
El final de su carrera.
El final de esa parte de su vida que tanto le costó construir.
Lo hace por ellos. Por Liam, Emma y Gael. Por esos tres pedacitos de sol que no deberían crecer bajo la sombra de un escándalo eterno.
Por protegerlos de los titulares crueles, de los susurros en los pasillos, de las miradas que ya no distinguen entre mentira y verdad.
Entrega el sobre en la recepción, sin ceremonia. Sin explicación.
Solo se va. Sin mirar atrás.
El departamento se siente más grande de lo habitual. O más vacío. O quizás solo más triste.
Isabella se e