No lo habían podido evitar.
El pequeño Azriel de cinco meses se encontraba ahora atrapado en una maraña de tubos y máquinas que no paraban de pitar.
Fue demasiado doloroso para ambos padres. Pero en especial para la joven madre, quien sentía cómo sus piernas perdían fuerza y cómo sus dedos, crispados, se aferraban al borde de la camilla como si pudieran, de alguna manera, evitar lo que estaba sucediendo.
Pero era inútil.
Completamente inútil.
—Está muy grave —dijo el médico con una expresión controlada, pero lo bastante seria como para alarmar a cualquiera.
—No, doctor. Por favor. No haga esto —suplicó Jade soltando un sollozo desgarrador.
Sentía como si acabaran de desahuciar a su hijo y eso era algo que no podía soportar.
Las lágrimas le ardían en la piel. Su pecho se sacudió con un llanto ahogado, y no pudo contener el temblor de sus manos al cubrirse el rostro en un vano intento de no verse tan deprimente.
—Jade, por favor, levántate —le pidió Adriel, quien se había arro