Adriel se arrancó la corbata con hastío, sintiendo como si de repente aquella tira de tela le apretara y asfixiara de una manera casi insoportable, al tiempo en que se reclinaba mejor en la silla de su oficina, dándose cuenta de que el reloj de pared marcaba poco más de la once y media de la noche. Una hora bastante tarde.
Se encogió de hombros, indiferente.
Nadie lo esperaba en casa, ese lugar se había vuelto demasiado frío y vacío, ¡qué más daba!
La luz amarillenta de la lámpara sobre su escritorio proyectaba sombras alargadas en las paredes, sombras que a cualquier niño de corta edad seguramente le provocarían miedo, pero la realidad era que aquellas figuras simplemente proyectaban su silueta deformada cada vez que alzaba el brazo y se llevaba la botella de whisky a los labios.
No había ningún misterio en eso. Era un simple gesto.
El hombre tenía la mirada fija en un punto invisible frente a sus ojos, como si simplemente su visión ya no funcionara, como si los recuerdos fueran dema