Danika lo miró con los ojos encendidos de ira y dolor. El pecho le ardía, pero su voz salió firme, como un latigazo en medio de la noche:
—¡Nunca lograrás tu objetivo, Credence! Si no me das a mi hijo… lo recuperaré por mi cuenta.
Se dio media vuelta, negándose a derramar una lágrima frente a él. A sus espaldas, el aire se llenó de una risa que heló la sangre en sus venas.
—Está bien, Danika… vete —dijo Credence, su voz impregnada de burla mientras sus ojos afilados brillaban bajo la luz de la luna—. Vete, si crees que puedes.
Su carcajada resonó en el silencio, rebotando entre los muros de la mansión como un eco cruel. Danika apretó los puños y siguió caminando, sin mirar atrás.
La carretera era un desierto de asfalto bajo el cielo estrellado. No había un alma a la vista, ni un solo auto que cruzara. Solo el susurro del viento entre los árboles y el lejano murmullo de la noche. Cada paso hacía crujir las piedras del camino, recordándole su imprudencia: haberse deshecho del taxi con t