El silencio se quebró en cuanto Credence abrió la boca. Sus pasos fueron decididos, atravesando el salón como un huracán. Cada mirada se clavaba en él, pero no le importaba. Todo lo que existía en ese momento era la imagen frente a él: Danika, su hijo, y Rayner.
—¡Basta! —rugió, la voz retumbando en las paredes—. ¡Danika, ese niño… es mío! —apuntó con furia hacia el pequeño que caminaba entre ellos—. ¡MI hijo!
El salón quedó paralizado. Danika sintió un escalofrío recorrer su espalda; sabía que él lo descubriría tarde o temprano, pero no mostró miedo. Se enderezó, levantó la barbilla y lo enfrentó, firme:
—No, Credence —dijo con voz clara, sin vacilar—. Este niño es mío y de Rayner. No de tuyo.
Esas palabras fueron como gasolina sobre un fuego que ya estaba desatado. Credence sintió cómo la ira y los celos se apoderaban de él. Sus ojos se llenaron de furia, y por un instante perdió todo control. Dio un paso hacia Rayner, levantando la mano con intención de golpearlo, pero los guardias