El aire olía a flores, encierro, cebo de velas y a café barato. Sophia entró al salón con paso lento, discreto, sintiéndose casi una intrusa entre los rostros desconocidos.
Varias coronas con mensajes de los dolientes colgaban alrededor del cajón cerrado cubierto por camisetas de rugby e insignias militares.
En la foto del caballete, el Oso sonreía. Tenía el rostro curtido, los ojos pequeños, pero chispeantes. Como si fuera a decir algo pícaro en cualquier momento.
La última vez que Sophia lo había visto fue cuando acompañó a Thomas a visitarlo al hospicio. Cuando aún estaba coordinando su probation. Pero con todo lo que había pasado con Thomas, había descuidado sus labores como voluntaria, tanto en el hogar de ancianos como en el hospital de niños. Y para cuando estaba planificando volver, una de sus compañeras la llamó para contarle la triste noticia: El Oso ya no estaba en este mundo.
Un susurro de voces flotaba en la sala. Enfermeras del hospicio, familiares, un par de hombres rob