El cursor parpadeaba como un corazón que no sabía si debía seguir latiendo.
Un pequeño latido de luz en medio del silencio. Un gesto mecánico que no devolvía respuestas.
Sophia lo miraba con la boca apretada y los ojos vidriosos, como si su mirada pudiera tocar alguna fibra oculta en el otro lado del mundo. Como si esa pantalla pudiera devolverle una mano, una voz, una señal que la nombrara.
Nada.
La bandeja de entrada seguía vacía.
Apoyó los codos en la mesa y hundió el rostro entre las manos. Lloraba sin hacer ruido, con ese llanto agotado de quien ya lo gritó todo. Sus lágrimas no eran escandalosas. Eran lánguidas. Tenían el color de la incredulidad. Del miedo.
En algún momento, su cuerpo dejó de temblar. Ahora sólo dolía. Como una caja cerrada a presión.
Se obligó a volver a mirar la pantalla. Tecleó con torpeza los nombres que aún se animaba a pronunciar en voz baja. Antonella. Alfonsina. Mamá. Papá. Si el correo no llegaba a Castor o a John, tal vez alguien más pudiera escucharl