El banco de suplentes era una trinchera húmeda y caliente aquella tarde. A pesar de la cómoda sombra que otorgaba la moderna construcción del estadio, con lo último de la tecnología de punta, el sol caía inclemente sobre las tribunas, haciendo que los vendedores de bebidas hicieran su comisión del mes, vendiendo a cinco veces su valor el precio de los refrescos. Castor no sentía calor. Sólo una presión constante en el pecho, como si su corazón llevara puesta una pechera de plomo.
Desde su sitio, podía ver la silueta inconfundible de Thomas preparándose para entrar. El enorme número uno se ensanchaba en su camiseta, decorando la musculosa espalda del pilar, como si se tratase de un tatuaje. El bucal en una mano. El ceño fruncido como una promesa.
Castor se acercó tratando, con el brazo enyesado cerca de su pecho, sin saber muy bien por qué.
—¡Thomas!
Pero su voz se perdió entre los cánticos de la hinchada, entre el eco de las palmas alentando a las selecciones y en los silbidos y vítor