La pelota, sucia de barro y sangre seca, descansaba por un segundo eterno en la mano de Thomas. La otra, firme como un muro ancestral, apartaba al galés que había osado cruzarse en su camino. La imagen era casi bíblica. Una estatua revivida. Un guerrero vuelto a la vida por una fuerza invisible y brutal.
Desde la cabina técnica, Phillip entrecerró los ojos, no por cansancio, sino por instinto. Quería capturar cada gesto, cada vibración, cada sombra que se moviera dentro de ese cuerpo maltrecho que aún se atrevía a jugar.
Thomas avanzó un paso. Luego otro. No era elegante, pero era firme. Como un tambor que empieza a marcar el ritmo de un ejército. Y por primera vez en muchos minutos, el estadio pareció callarse un poco. No por respeto. Por expectativa.
—¿Viste eso? —Taylor se inclinó hacia la pantalla como si quisiera atravesarla con los ojos—. Por fin parece un profesional.
Roger resopló, sin soltar el mug de café, y murmuró:
—O una bestia que se olvidó que estaba herida.
Phillip no