La lluvia persistía como un murmullo de fondo, un metrónomo sin piedad que marcaba el compás errático del caos. Desde la cabina técnica, Phillip se mantenía inmóvil, los brazos cruzados sobre el pecho, el ceño surcado por una concentración casi mística. Observaba el campo como un cartógrafo ante un mapa de guerra: buscando rutas, peligros, flaquezas. Pero lo que más le preocupaba no era lo que estaba en el terreno… sino lo que no lograba encontrar.
Thomas.
Allí estaba. Siempre presente, siempre en movimiento. Pero había algo en su forma de correr que ya no era avance sino retroceso. Algo en sus hombros, pesados, como si arrastraran más que barro. Un retraso mínimo en cada apoyo, una tensión distinta en el cuello, una rigidez en la mandíbula. El cuerpo hablaba, y Phillip lo escuchaba como se escucha a un ser amado dormido, esperando descifrar sus pesadillas.
Entonces ocurrió.
Un choque brutal. El pilar izquierdo del equipo nacional —un tanque de carne y voluntad llamado Sandoval— arrem