Desde la altura de la cabina, el campo parecía un tablero de ajedrez en plena carnicería. Los hombres corrían, se chocaban, caían y se levantaban como piezas que se movían sin un plan claro. Había empezado a llover. La sinfonía de músculos y barro tenía, sin embargo, una discordancia evidente: el número 1 del seleccionado local era una nota desafinada en un concierto cada vez más violento.
Phillip no pestañeaba.
Tenía los codos apoyados en el borde del vidrio y la mirada clavada en el monitor como si con suficiente concentración pudiera alterar el curso del partido. No era la primera vez que veía a un jugador desmoronarse. Pero esto… esto era diferente.
—Otro error —murmuró Taylor con los dientes apretados—. Eso no fue un pase: fue un regalo al rival.
Roger, sentado a su lado, dejó caer la cabeza hacia atrás con un suspiro hondo. La repetición mostraba a Thomas recibiendo la pelota tras una fase de ataque. En vez de girar y liberar rápido al medio scrum, había dudado. Un segundo apena