Con dedos algo temblorosos, Sophia dio vuelta el sobre. Lo abrió y extrajo una gruesa carta de su interior. La desdobló y observó la atropellada caligrafía de Thomas que se extendía en tres páginas.
Empezó a leer con cuidado.
Sophie:
No sé por dónde empezar. Tal vez porque uno nunca sabe cómo empezar cuando tiene que decir adiós. Y yo… nunca fui bueno para hablar de lo que sentía. Ni siquiera contigo, que fuiste lo más cercano a un hogar en esta vida de ruidos y colisiones. Pero voy a intentarlo. Aunque sea tarde. Aunque sea desde esta carta que tal vez odies, tal vez llores, tal vez no termines. Pero que necesitaba escribir, porque no quería que las palabras se murieran conmigo.
Te fallé.
Y no me refiero solo a lo evidente, al error catastrófico que rompió lo que teníamos —eso que construimos entre partidos, libros, domingos eternos y todas las veces que me esperaste sin pedírmelo—. Me refiero también a todo lo que no te dije. A cada vez que te miré con amor y me lo guardé por miedo.