El viaje de Miami a Washington D.C. fue una preparación silenciosa para la guerra. Alexander Blackwood no era ajeno a las batallas de la alta gerencia, pero esta vez, la lucha no era contra un competidor externo, sino contra la podredumbre incrustada en los cimientos de su propio imperio. Camila Ríos iba a su lado, no solo como su prometida, sino como su única estratega y ancla emocional.
En el jet privado, Alexander repasó los documentos financieros y los contratos de asociación. Estaba buscando la brecha, el hueco legal o ético que Julian Reed podría explotar, pero no encontraba nada sustancial. La queja ante la Comisión de Valores y Bolsa (SEC) sobre su relación con Camila era un golpe bajo, sí, pero no una base legal para su destitución. Julian estaba jugando a otra cosa.
—Estás tenso, Alexander —observó Camila, cerrando su portátil.
—No por el contenido, sino por la convicción de Julian. Está moviendo todas las piezas con una confianza que no se justifica solo con un conflicto de