Camila despertó sin el amparo de la luz, sino bajo un sol que cortaba el ático en dos mitades: la sombra de la rendición y el brillo crudo de la realidad. El aire aún olía a deseo, a la intensa colisión de voluntades que había tenido lugar en el balcón y luego en la inmensa cama de seda negra. Estaba sola. Alexander se había levantado, pero el hueco a su lado, la almohada marcada por su peso y su aroma a sándalo y peligro, era más elocuente que su presencia.
La noche anterior no había sido solo un error ético; había sido un colapso. Había renunciado a su juramento hipocrático, a su carrera y, lo que era más aterrador, a su propio juicio, todo para asegurar la estabilidad de un hombre que ahora la consideraba su socia en un contrato que fusionaba la intimidad con la sanación. Había usado el sexo como un ancla y la justificación emocional como un escudo.
Su mente profesional, entrenada para desmantelar las transferencias y contratransferencias, luchaba por imponerse. Se había dejado lle