2. Dime donde está mi hijo

Mi cuerpo se congelaba al ver al hombre sentado en esa silla de ruedas, con una expresión tan seria que dejaba claro que no estaba ahí para platicar de manera amable. Solo con mirarlo, sabía que era un tirano. Una expresión tan gélida que bastó para congelar todo el ambiente entre nosotros. No lo conocía, pero por su rostro y el color de sus ojos, supe que era el padre, Edward.

—Ya te dije que dime dónde está mi hijo, voy a llamar a la policía —repitió, como si sus palabras fueran una orden suprema.

A la distancia, se escuchaba que la televisión se encendía, así que imaginé que Edward ya había terminado todas sus tareas. Edward, un ángel lejano de todo el caos que estaba a punto de suceder, ajeno. No permitiría que lo expusiera en este caos. Nunca necesitó de su padre que lo abandonó; no lo haría ahora tampoco. Según Estrella, siempre dijo que era despreciable, y yo le creí, por el mero hecho de que ese hombre nunca se dignó a buscar a Edward.

Mi objetivo era solo pensar en mi hijo, porque sí, ya era mi hijo. Pelearía con uñas y dientes contra quien fuera. Mi mano tocó la madera cálida por el sol de la tarde. Sostuve el manubrio y cerré la puerta dejando solo una pequeña línea para escucharlo a la distancia. Era suficiente para ocultarlo del desconocido y para saber que estaría bien. En ese momento comenzaría una lucha que sabía que podría ser la más importante de mi vida: defender la sangre de mi sangre. ¿Acaso era esta la cúspide de la batalla que Dios me había estado preparando? Crucé mis brazos, notando al hombre de cabello como el sol mientras otro, de cabello achocolatado, sujetaba los manubrios de su silla de ruedas.

—Yo creo que te has equivocado de casa, aquí no está tu hijo —dije al segundo, con seguridad.

Hablé con la firmeza palpable, tanto que incluso yo me sorprendí. Manteniendo los brazos cruzados, mi barbilla estaba tensa, con una expresión que no dejaría ni un espacio a la duda. El desconocido frunció el ceño; tenía la misma expresión de estar viendo un pedazo de caca. Su rostro solo mostraba asco. Sus ojos viajaron por todo el alrededor, pasando por el pequeño jardín que mi madre siempre se afanó por cuidar, terminando en la pequeña casa de dos plantas donde vivíamos. Sus ojos coloridos —iguales a los de Edward— se posaron en la puerta, la cual tapaba la brecha con mi cuerpo. Su aire exigía dominación y sumisión, algo que no conseguiría de mí. Con una voz tan gruesa que incluso a mí me hizo temblar, dijo:

—¿James, no es esta la casa que me dijo el investigador donde vivía Estrella? —preguntó con una duda sutil que no esperaba negativa.

El hombre al que llamó James quien aún sujetaba la silla de ruedas solo asintió por lo que imagine que era su asistente. El hombre de la silla de ruedas volvió a mirarme de manera penetrante; tenía una personalidad que me hizo suspirar por dentro, pero su actitud enfrió cualquier sentimiento.

—Empecemos de nuevo —su tono se volvió visceral—. ¿Dónde está Estrella? Ella me robó a mi hijo, así que quiero hablar con ella.

Por un momento flaqueé. Mi hermana siempre había sido permisiva en muchas cosas, pero sobre todo muy trabajadora. Nunca imaginé que ella se hubiera acostado con este hombre que a lo lejos parecía un cretino. Fruncí el ceño hacia un lado mientras ladeaba la cabeza.

—Has llegado muy tarde —comencé con voz seca, sin soltar los brazos cruzados—. Para ser más específico, dos años tarde. Ella murió en un accidente, así que si no te interesó venir a buscar antes a Edward, no dejaré que vengas a arruinar nuestra pacífica vida.

Él abrió la boca, y agregué con rapidez para no dejarle nada que decir:

—No te necesitamos antes, no lo haremos ahora. Vete o seré yo quien llame a la policía —recalqué.

Inflé el pecho para sentirme más segura mientras dejaba escapar una leve risa, llena de burla, mientras la expresión del desconocido parecía hervir de molestia. Seguramente en su cabeza había creado miles de escenarios donde, con solo hablar, las puertas se abrían. Seguro era de esas personas que creían que con mover un dedo todo cambiaba a su modo.

—¿El problema fue la manutención? —dijo con calma espectral—. ¿Cuánto necesitas? Dime la cifra en este momento—hablaba sin expresión—. Te pagaré lo que sea, solo quiero a mi hijo—con lentitud llevaba su mano a su saco de diseñador y sacaba una chequera con un lapicero—. Habla, seguramente eres como la materialista de tu hermana. Dime tu precio.

Mi rostro se enrojeció de rabia. Sin poder evitarlo, comencé a reírme a carcajadas. Lo que faltaba: el hijo de mi hermana era de alguien que tenía dinero. Esas personas que seguramente creían que con solo chasquear los dedos todo sucumbía a sus pies. Personas que no tenían nada más que arruinar la vida de quienes no cumplían sus expectativas. Seguramente, por eso me miró con asco al principio; nuestra casa honrada, pero no muy grande, debió darle náusea. Ladeé la cabeza dejando escapar una lánguida sonrisa.

—Puedes hacer lo que quieras. El dinero no hará que devuelvas el tiempo. No podrás quitarme a mi hijo, porque sí, bajo la ley es mi hijo, no tuyo.

Mis palabras provocaron que lanzara un resoplido. Apretó su chequera con fuerza, como si toda su ira fuese hacia ese objeto inanimado. Su mirada se encendió y dejó escapar rabia contenida:

—Muy bien, si no lo haces por la buena, será por la mala —su voz se volvía cruel en cada palabra—. Mi hijo fue robado en el sentido de que nunca supe que había nacido.

Al decir esto, sus manos sujetaban con fuerza las barandas de su silla, como si buscara descargar allí su enojo. Por unos momentos pareció querer levantarse, pero no pudo. Sus manos temblaron, y con pesar se dejó caer en la silla. Dejó escapar un largo suspiro de esos que no sabes ni cómo respirar.

—No sé quién seas, pero dame a mi hijo o haré que mis abogados se encarguen y prometo que te voy a hundir. Si Estrella murió, entonces ese hijo se debe ir conmigo por ley, soy su padre biológico, te lo voy a quitar.

—Sí, claro, buen intento —dije con sequedad—. Grita y haz lo que quieras, pero no me asustarás.

Sin darle derecho a replicar, entré a la casa cerrando con fuerza, como si mi mano fuera una roca para alejar todo el caos que se acercaba. Mi respiración comenzó a tornarse errática; tenía miedo. No podía dejar que se llevara a Edward. Mis dedos temblaban y, en un momento, todo lo que hablamos pareció golpearme una y otra vez.

¿Qué era verdad?

Mi hermana nunca me había dicho todo, solo que se llegó a comunicar con el padre durante su embarazo y rechazó a su hijo. ¿Él? Al parecer hablaba de un “robo”… y además hablaba de mi hermana como una materialista. Negué con la cabeza. No, no dejaría que un desconocido viniera a ensuciar las memorias de mi hermana. Mis dedos temblaban, al igual que mi cuerpo. No supe cuánto tiempo estuve allí, pero al escuchar el sonido de unas ruedas pasando por el camino de madera, supe que por fin se fue.

—Mami, ¿estás bien?

Volteé lentamente, notando a Edward con una enorme pero cálida sonrisa. Se acercó dándome un abrazo capaz de derretir a quien fuese. Me agaché para abrazarlo, oliendo su olor de niño. Era suficiente para hacer parecer paz.

—Sí lo estoy —acariciaba su cabello con ternura.

—¿De verdad, mami? —murmuró apenas—. Escuché que hablabas con alguien afuera.

—Así es, Ed —acariciaba su cabello con ternura—. Solo era alguien que se perdió —sonreía con un poco de tristeza.

Para sus ojos noté duda, pero la dejé de lado. Esa noche, mientras cenamos con mi madre, no le comenté nada; no necesitaba que ella estuviera estresada. La noche parecía un preámbulo de lo que venía: la tranquilidad en medio de la tormenta. Sin querer evitarlo, quise saber el nombre del hombre que había ido reclamando ser el padre de Edward, pero al mismo tiempo no quise. Mi corazón vibraba con intensidad, diciéndome que no era nada. Esa noche le leí la historia favorita de Edward, El Principito. No me dejó ir hasta que se durmió y, como siempre, por el cansancio, terminé durmiendo a su lado.

La mañana despertó, típica de correr para la escuela y desayunar. Mi madre nos ayudaba a acomodar todo mientras yo me arreglaba el cabello. Ese día, como siempre, mi madre llevaría a Edward a la escuela, pues si no se haría tarde.

—Mamá, Ed, ya me voy.

—¡Bye, mami!

La voz emocionada de Edward me decía que sí tendría un buen día. Al abrir la puerta, noté que había varias cartas en la entrada. Las tomé: algunas eran cuentas de hipoteca, pagos eléctricos… y lo que me heló la sangre: un citatorio de la corte de familia a nombre de Dante Ferrari, intentando reclamar la custodia de Edward.

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