Mundo de ficçãoIniciar sessão
Dicen que “Dios le da sus mejores batallas a sus mejores guerreros”. ¿A mí? Parece que me tiene como saco de boxeo.
El sonido de la cachetada en mi mejilla me recordó que esto era real.
El picor en mi mejilla crecía. Mi rostro se movió en dirección del golpe. Tenía ganas de mandar todo al diablo, de insultarla, de golpearla igual. ¿Por qué no lo hice? Por mi hijo y mi madre.
Enderecé mi rostro manteniendo una expresión pétrea. Dejé escapar una larga exhalación para calmar mi cuerpo que se encontraba ardiendo por la rabia. Mis ojos ardían; miraba a esa mujer, esa que tanto me recordaba a lo que más odiaba… mi padre. Ese hombre que nos abandonó simplemente porque quería estar con su amante de turno. ¿Qué hizo su familia para evitar la humillación? “Darnos trabajo por lástima”.
A pesar de que era buena trabajadora, al no haber ni siquiera terminado la secundaria muchos empleos se negaban a contratarme. Otros solo miraban a un lado diciendo que me llamarían. Terminé trabajando en el negocio de limpieza de la familia de mi padre donde, aunque no lo quisiera admitir, el pago era bueno… al menos podía mantener a mi familia de tres y la casa.
—¿No lo estás viendo? Gracias a tu incompetencia nuestro cliente se quejó de que dejaste una servilleta en su cuarto. Louisa, eres una inútil.
Continué con las respiraciones asistidas que aprendí en mi teléfono hace unos dos años, cuando conseguí este trabajo. Antes podía darme el lujo de tener un trabajo de medio tiempo mientras mi hermana Estrella tenía el que tengo actualmente… hasta que ella murió en un accidente. Estuve desesperada para conseguir algo, así que mi tía Marta me ofreció “remplazarla” sin imaginar que mi hermana mayor aguantaba todo esto para ser la cabeza de la casa.
—Tía, yo me aseguré de limpiar todo —susurré con voz baja, como si estuviese hablando con un niño de tres años—. ¿No crees que limpiar provocaría tu ira? Yo creo que sí, y siento que el error fue de alguien más, mi querida tía.
Forzaba mi voz de madre para darle una explicación. Era el mismo tono y la misma manera que usaba con mi hijo cuando me preguntaba por qué no podía comer un caramelo a las siete de la noche.
—¿No fuiste tú? ¡Entonces quién fue! Porque mi hija era tu compañera ese día y dudo que ella hiciera ese error.
Miré de reojo a mi prima Bárbara. No tenía que decir nada para dejar claro que fue ella; su sonrisa sutil, su rostro triunfante era más que suficiente. Ella no solo odiaba a mi hermana por ser más hermosa que ella, también me odiaba a mí aunque no lo dijera. Respiraba de manera forzada hasta que mis fosas nasales se ancharon. Sabía que mi tía continuaría, por lo que solo agaché la cabeza dejando escapar un leve suspiro.
—Tienes razón, disculpa, no volverá a pasar —masticé cada palabra con rabia.
—Eso espero; solo por eso te cambiaré de equipo con la loca y si ambas cometen un error, las voto a las dos.
Sus pasos resonaron por el pasillo mientras se alejaba. Sujetaba mis manos contra mi uniforme, el cual temblaba por la ira. Dos años en los que no solo he tenido que olvidarme poco a poco de quién soy, sino que había pensado lo peor: Dios me había abandonado.
No solo tuve que aguantar descubrir que era la amante de mi novio en mi cumpleaños veintiuno, tuve que intentar ser la fuerte al descubrir que mi madre tenía cáncer de mama. Mi hijo, Edward, cumpliría cinco años la semana que viene. La vida de Edward era propia de una novela.
A pesar de que no lo llevé en mi vientre, para la ley ya era su madre al terminarse la adopción tras la muerte de mi hermana. ¿Su padre? Quién sabe. Mi hermana un día apareció embarazada y entre todas nosotras tuvimos que turnarnos para cuidarlo. En su lecho de muerte solo me pidió una cosa: “Cuídalo como si fuese tu hijo y no dejes nunca que su padre se lo lleve.”
Suspiré con pereza de nuevo. Ataba mi cabello en una coleta, arreglando mi uniforme, cuando sentí un abrazo. Ladeé levemente la cabeza notando que era Victoria. Ella era considerada “loca” pero solo era divertida. Tenía tatuajes por casi todo su cuerpo —excepto su cara—, varios pixies en la oreja y el cabello colorido. Gracias a ella teñí mi cabello rubio a un negro con puntas rosadas.
—¡Lou! Hoy trabajamos juntas por fin —gritó emocionada mientras me abrazaba, pero al ver mi mejilla frunció el ceño—. ¿De nuevo? ¿No crees que deberías ir a acusarla con Recursos Humanos?
—¿Para que me pase igual que Claudia? —arrastraba mi carrito donde colocaba las sábanas sucias—. Ella fue a recurso humanos porque mi tía le hablaba mal y la despidieron. Yo no puedo perder este trabajo—con dos dedos toqué una de las puertas para ver si había alguien.
—¿Y si hablas con el dueño del hotel? Escuché por las malas lenguas que ha estado entrando a la oficina esta semana.
—¿No se suponía que la sede principal era en Italia? —abrí la habitación al ver que nadie respondía, notando la habitación vacía.
—Sí, pero escuché que seguramente va a despedir al gerente porque el hotel ha bajado de categoría —comenzó a recoger las fundas de la sábana—. Escuché que es un hombre que parece tener un palo donde no le da el sol todo el tiempo.
Dejé escapar una risa al recoger la sábana. Siempre que estábamos trabajando juntas nos hacía sentir relajadas, pues nuestro trabajo era tan menospreciado que siempre nos ignoraban. Entre las dos comenzamos a arreglar las habitaciones: desde la basura hasta las sábanas sucias. Retirábamos todo lo usado para colocarlo nuevo. Nuestro trabajo parecía ir siempre en bucle donde no había nada nuevo. Ella y yo estábamos encargadas de las habitaciones más baratas pues no “dábamos” tanta confianza para trabajar con las más costosas.
Durante horas trabajamos y comimos en la hora de la comida. Aceleré mi paso porque tenía que buscar a mi hijo a la escuela. El mismo caos de siempre. Correr para poder alcanzar el autobús que parecía querer entrenarme para ser atleta. Cuando por fin pude subir al bus, tras un largo recorrido llegué a la escuela donde Edward estaba sentado a la distancia, solo, como siempre. Hice una leve mueca mientras me dirigía hacia él cuando fui detenida por la maestra que me hizo señal con su mano. Sus ojos no eran los de alguien que te diría que tu hijo se portó bien; no, eran los de alguien que estaba lista para decir que algo malo pasó. Sus ojos me observaron con detenimiento y tras esto me sonrió con esa sonrisa programada que parecía tener el objetivo de calmar.
—Muy buenas, hoy Edward estuvo envuelto en una pelea.
Mordí mi labio de manera sutil.
—¿Otra? ¿Por qué?
—No quiso decirnos, solo que él golpeó a uno de los niños un poco fuerte y tuvimos que llamar a sus padres —agregó con pesar—. Es la quinta vez en este mes y si continúa tendremos que pedirle que retire a Edward. ¿Lo comprende?
Asentí con levedad apretando mi puño. No podía darme el lujo de perder esa escuela pues trabajaba con mi horario y además era pública.
—Lo entiendo, maestra Castillo; hablaré con mi hijo —dije finalmente, dirigiéndome hacia Edward que aún estaba sentado.
Sus ojos eran de una manera tan colorida que parecían de película. Un tono acaramelado en el centro con un color verdoso y azulado a cada lado. Heterocromía… en él parecía un angelito caído del cielo. Me agaché dedicándole mi sonrisa más calmada. Gracias a él, tuve que aprender a ser madre a la fuerza.
—¿Listo para irnos? —hablé de manera dulce.
—Mami, ¿estás enojada? —su pregunta salió temerosa.
—No, solo quiero que me digas por qué le pegas a esos niños.
—Ellos se burlaron porque no tengo papá —susurró apenas—. No me molesta, pero ahora están molestando a mi amiga también por estar conmigo. No me gusta.
Suspiré con levedad y tras esto lo tomé de la mano para que se levantara.
—Cuando esto pase, díselo a tu maestra, ¿te parece?
Él solo asintió y tras esto nos dirigimos hacia nuestra casa que estaba cerca. Mientras caminábamos, me pidió de regalo pinturas pues adoraba pintar, por lo que hice un cálculo mental de que podría vender algunas de mis pertenencias para también inscribirlo en clase de pintura. Mi hogar era de estilo típico neoyorquino en color ladrillo; el de mi infancia estaba lleno de recuerdos y tranquilidad. La paz en la tormenta. Estábamos solos pues mi madre estaba en quimioterapia. Mientras mi hijo revisaba sus tareas, la puerta sonó; imaginé que era mi madre que olvidó la llave de nuevo. Abrí la puerta notando a un hombre en silla de ruedas. Con mirada imponente y fría. Su cabello como el sol y unos ojos coloridos. Con una voz áspera, sin piedad, solo dijo:
—Busca a mi hijo en este momento antes de que te llame a la policía por robo.







