3. Nos vemos mañana
Estrujaba ese papel como si quisiera desaparecerlo. Tragué con dificultad, intentando volver a la vida. Con pesar, metí los correos en mi cartera y, tras esto, me dirigí hacia mi trabajo. Quería morirme, pero no podía darme ese lujo. En ese momento sentía que la vida me estaba dando una batalla que no merecía. Una guerra donde mi hermana tomó sus decisiones y ahora yo tenía que cargar con lo que provocó.
Los nervios los tenía de punta. Mientras sostenía la carta en el autobús, comenzaba a leer, notando que tendríamos una citatoria para esa misma tarde, donde al no comparecer prácticamente continuarían el procedimiento aunque yo estuviera ausente. Tragué en seco. Me recomendaban llevar un abogado y, si no podía, podrían asignarme un defensor. ¿Lo peor? Desde la primera audiencia, muy probablemente, él obtendría derecho a visitas supervisadas dependiendo de la decisión que se tomara.
Maldita sea.
Apenas podía sobrevivir económicamente y ahora tendría que pagar un abogado. Arrugué con fuerza la carta y la metí en mi bolsa. Tendría que ingeniármelas. Dejé escapar un largo suspiro intentando mantener mi mente en blanco; por ahora solo debía ir a trabajar.
Al llegar, mi tía me recibió con un rostro de molestia y, tras esto, me asignó con Victoria de nuevo, pero en el área donde estaban los fumadores. Intentamos no gritar de asco, pero fue imposible: en esa área habían tenido unas fiestas descontroladas. Algunos vidrios rotos, baños horribles y lo que parecía ser condones. Victoria me miró con ese mismo aire de que hoy sería un día largo.
Mientras nos colocábamos nuestros guantes y mascarillas, comenzamos a limpiar. Abrimos las ventanas para ventilar y perfumamos como pudimos.
—Este lugar parece el de alguien que se murió, literalmente —Victoria levantó con una pinza uno de los condones, con rostro de asco.
—Mejor dicho, animales —dejé escapar un largo exhalo—. Esta habitación técnicamente está casi compitiendo con mi día de m****a de ayer —dije recogiendo los restos de una botella en el suelo.
—¿Pasó algo más además de tu tía loca?
—Más o menos —escupí de rabia, teniendo total cuidado al recoger la botella—. Ayer apareció el padre de Edward exigiendo su custodia —reí de manera irónica—. El imbécil no se apareció ni un solo día de su vida, pero ahora, cuando ya tiene cinco años, exige que se lo devuelvan —escupí cada palabra con molestia—. Es la misma sensación que alguien que lanza un papel a la basura y luego regresa por él.
Victoria sabía todo el caso de Edward… o mejor dicho, más o menos. Ella había sido buena amiga de mi hermana mayor, por lo que, como yo, la apoyó en todo lo que pudimos. Tomó el contenedor de colillas de cigarrillos antes de limpiarlo, dejando que mi miseria mental me hiciera sufrir aún más.
—No sé quién es el padre de Edward, pero según tu hermana, no era alguien bueno —murmuró, como si quisiera explicarme los secretos del universo—. Según ella, no quería hijos y, cuando notó que había pasado una noche con ella, casi llama a seguridad.
Me detuve unos momentos, dejando escapar un largo suspiro. Estrella había llorado buena parte del embarazo. Amaba con todas sus fuerzas a su hijo, pero él… parecía que todo había sido un plan macabro donde ella solo fue un simple peón. Su embarazo siempre estuvo envuelto en secretos que evitaba explicar, diciendo que “no quería que su hijo estuviese enredado al apellido de su padre”. Cerré los ojos con fuerza, como si eso me quitara todos mis pesares. Si Estrella me hubiera explicado desde el principio, esta batalla sería más llevadera.
—Tranquila, Lou —Victoria continuaba recogiendo los papeles del suelo—. Es imposible que te quiten a Edward. Ya la adopción está completa, él te considera su madre, tienes un trabajo estable y un lugar donde está mentalmente bien —se encogió de hombros—. Dudo mucho que puedan quitarte la custodia.
—¿Y si tiene mucho dinero? —murmuré con pesar—. Mi situación económica apenas me da para sobrevivir, y lo hago porque mentalmente soy fuerte, pero el día en que pierda mi trabajo estaré en la calle.
Ella me observó con una mirada enternecida. Me dio una leve sonrisa, de esas que solía darme mi hermana cuando era más joven. Victoria y mi hermana se conocieron en la escuela; se hicieron amigas y, tras todo eso, ella pasó a ser mi amiga. Ambas continuamos limpiando la habitación, lo cual nos tomó más tiempo de lo normal.
Al salir para ir hacia la otra habitación, notamos una aglomeración de algunas de las trabajadoras. Algunas chillaban emocionadas, otras se frotaban las piernas como si tuvieran un fuego imposible de apagar.
—Dios, es tan atractivo —chilló Mónica sin poder evitarlo, mientras miraba hacia el pasillo cerca de la piscina.
—Escuché que tienen tantos hoteles que su familia ya es multimillonaria —agregó Kristin.
—Hola, chicas, ¿de qué hablan? —Victoria las abrazó.
—El hijo de los dueños está en el hotel, anda buscando a alguien —Mónica se acurrucó junto a Victoria sonriendo.
—Seguro me busca para despedirme —intenté hacer una mueca—. Esto es la vida real, chicas, no un libro adolescente ni una película de romance.
Ambas me miraron sacando sus lenguas por la molestia, mientras Victoria solo se rió. No tendía a ser una persona escéptica, pero en la vida he aprendido que no se puede nacer con suerte.
Durante toda mi jornada tenía la sensación de que mi tía me había guardado las peores habitaciones. Terminé con fuertes dolores y calambres en los dedos. Tuve que llamar a mi madre para que recogiera a Edward de la escuela, además de que, como pude, tuve que arreglarme para ir a la corte de familia.
Al llegar, al no tener dinero para pagar un abogado, me asignaron uno de la corte llamado Jonathan White. Según él, había revisado mis papeles; el idiota del padre de Edward ya tenía tiempo que había puesto la citatoria y solo fue a buscarme para molestarme la existencia.
«Cuando lo vea…»
«¡Lo mato!»
Con una rabia palpable, revisaba los documentos junto a mi abogado, pues teníamos unas dos horas antes de que nos viera la jueza. Tuve que darle a mi abogado los papeles de adopción, el acta de nacimiento de Edward, los mensajes de mi hermana fallecida —los cuales me negué a borrar. Mi abogado preparó un primer escrito donde me recomendaba dar una declaración explicando por qué no podíamos trasladar a Edward con alguien que no conocía.
Él me condujo a la sala donde se llevaría la primera citación, que sería en un lugar privado. Ni siquiera tuve que mirar para buscarlo; su mera presencia era suficiente para paralizarme. Mis ojos se dirigieron hacia él. Tenía un magnetismo imposible de ignorar. Su rostro era imponente, atractivo, extremadamente delicioso. Unos labios hechos para destruirte bajo sus sábanas.
Él no dijo nada, solo alzó una de sus cejas de manera tranquila, lenta, seductora. Esa sensación en la que no necesita decir que te atrapó… porque ya lo hizo. Sin quererlo, estaba atrapada en su oscuro hechizo.
Era una sensación incomprensible para la lógica. Estaba siendo arrastrada a un bosque lleno de oscuridad, incertidumbre, y ahí estaba yo, siendo atraída por un canto de sirena, de esos que sabes que te lanzarán a tu peor condena.
Estaba condenada a desear al eterno enemigo de mi hermana.
Mi abogado me despertó del trance demoníaco en el que me había puesto Dante y, tras esto, me mostró dónde sentarnos. Había una jueza en el medio que comenzó a leer con lentitud el papel de la audiencia:
—En el caso de Dante Ferrari, padre biológico, en contra de Louisa Lawrence, entra en sesión.
Una sola frase fue suficiente para sentirme en un mar de desconcierto. Dante mostró mensajes que había intercambiado con mi hermana; al parecer lo que pasó entre ellos fue producto de una borrachera… y no solo eso… mi hermana le juró que había abortado a Edward. Según las pruebas, Dante se enteró por casualidad mientras investigaba si los espermas que había donado años atrás habían dado un hijo.
Ninguno…
Pero sí descubrió que tenía un hijo esperándolo, por el que ahora había decidido pelear con todas sus fuerzas. Con el dolor de toda mi alma, la jueza le concedió visitas consentidas. Derrotada, salí de la sala, donde mi abogado me prometió que ganaríamos, que no era una derrota.
Dante condujo su silla de ruedas hacia la salida con una sonrisa más que triunfante. Mirándome de arriba a abajo, solamente susurró:
—Louisa, nos veremos mañana.
No dijo nada más; solo mantuvo su silla de ruedas en movimiento, seguido por sus abogados. En ese momento tuve el extraño presentimiento de que mi infierno apenas comenzaba.