Mateo
La noche caía sobre la mansión Santoro como un manto de terciopelo negro. Mateo observaba desde la ventana de su habitación cómo las luces del jardín se encendían una a una, pequeños puntos dorados que contrastaban con la oscuridad creciente. Igual que su ánimo: destellos de claridad en medio de una confusión abrumadora.
Llevaba días observando las miradas entre Luna y Leonardo, ese baile silencioso de dos personas que se atraen pero no terminan de encontrarse. Y cada vez que los veía juntos, algo en su interior se retorcía dolorosamente. No era solo celos —aunque admitía que existían—, era algo más profundo: la sensación de estar perdiendo su lugar en el mundo.
Toda su vida había sido el protector, el pilar, el que mantenía a los trillizos unidos. Pero ahora ese papel parecía convertirse en una jaula que lo aprisionaba, impidiéndole avanzar.
—¿Hasta cuándo vas a seguir así? —se preguntó en voz alta, apoyando la frente contra el cristal frío de la ventana.
Su reflejo le devolvió