El aire era espeso, cargado de una tensión que no podía verse, pero sí sentirse con cada latido. Diego y Aitana avanzaban en silencio por el sendero que conducía a la vieja estación de radio, siguiendo las marcas en sus brazos como brújulas ancestrales. Las criaturas, aquellas figuras distorsionadas por la niebla y el dolor, los observaban desde las sombras del bosque, agazapadas, respirando con dificultad, pero sin atacarlos. Había algo en los símbolos que portaban que las retenía, como si una fuerza invisible les impidiera cruzar cierta línea.
—Nos temen —susurró Aitana, apenas audible.
—O nos reconocen —respondió Diego, con una mezcla de temor y asombro.
El camino estaba salpicado de restos humanos. Cuerpos destrozados, algunos con los ojos aún abiertos en una expresión de terror eterno. Hombres, mujeres, incluso niños. El mundo había cambiado, y en este nuevo infierno, la muerte se paseaba libremente. A cada paso, Diego sentía el peso de los recuerdos. La imagen de su padre pelean