La carretera estaba desierta.
Las ruedas del auto salpicaban restos de la lluvia negra que aún cubría el asfalto como una piel podrida. Nadie hablaba. Solo el ronroneo del motor, los chirridos ocasionales del limpiaparabrisas, y el leve respirar de las niñas dormidas en el asiento trasero.
Eugenia iba en silencio, con la cabeza apoyada contra el vidrio, observando cómo los árboles pasaban a toda velocidad como si quisieran alcanzarlos. Diego, al volante, no dejaba de mirar por el retrovisor. La sensación de que algo los seguía no lo abandonaba.
Sasha apoyó una mano sobre su muslo, intentando calmar la tensión que sentía en cada músculo de su esposo.
—Ya pasó —susurró—. Estamos vivos.
Diego asintió, pero no dijo nada. No lo sentía así. No del todo.
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Cuando por fin llegaron a casa, se sintió como un refugio lejano, casi irreal. Como si no les perteneciera más. Como si algo los estuviera dejando entrar por piedad… o curiosidad.
Las niñas fueron directo a sus camas. Estaban tan agotada