Los días que siguieron al viaje a la cantera se deslizaron como sombras alargadas.
No eran días comunes.
El tiempo parecía desvanecerse.
Diego apenas hablaba. Dormía poco. Comía aún menos. Pasaba horas sentado en el sillón del living, con la mirada perdida en la nada, como si esperara que algo se manifestara frente a él. A veces, sus labios murmuraban cosas sin sentido. Otras, se estremecía como si una corriente helada le atravesara el alma.
Sasha lo observaba desde la cocina, día tras día, en silencio. Lavaba los platos, ordenaba la mesa, preparaba la comida, pero su atención nunca se apartaba de él. Había dejado de preguntarle si estaba bien. Ya no era necesario. La respuesta estaba escrita en los surcos profundos de su rostro, en la forma en que sus manos temblaban cuando creía que nadie lo veía.
—¿Papá va a estar bien? —preguntó Lara, abrazando a su hermana mientras ambas observaban desde la escalera.
Sasha forzó una sonrisa, aunque por dentro la pregunta la había atravesado como