VIAJANDO HACIA LA PRADERA
El camino se estrechaba cada vez más, encajonado entre ramas secas y una niebla baja que parecía tragarse el paisaje. El vehículo de Diego avanzaba con dificultad, las ruedas crujiendo sobre la grava y la tierra húmeda. Nadie pronunciaba palabra alguna. La tensión flotaba en el aire, pesada y opresiva, como si una presencia invisible los acechara desde la penumbra del bosque.
Sasha apretaba la mano de Lara con fuerza; la niña miraba por la ventanilla con una mezcla de curiosidad y miedo. Emilia dormía, recostada en el regazo de Eugenia, quien no apartaba la mirada del bosque, rígida, con los labios apretados y el cuerpo tenso, como si pudiera sentir las vibraciones ocultas bajo sus pies.
Cuando llegaron al borde de la pradera, Diego detuvo el auto y bajó primero. El aire los recibió con una mezcla de humedad, tierra y algo más antiguo, algo que reconocía desde aquella noche, años atrás, cuando tenía diecisiete. No lo había olvidado. Nunca.
Uno a uno salieron