La niebla volvió con una violencia inesperada. No era como antes: esta vez llegó de golpe, como una marea que lo devora todo. En cuestión de minutos, el rancho quedó envuelto en blanco. El aire se volvió helado. El silencio era total.
—¡Todos adentro! —gritó el padre de Diego. Corrieron, asegurando puertas y ventanas. Pero el presentimiento era claro: algo se había filtrado de nuevo. El medallón vibraba sin cesar en el bolsillo de Diego. Esa noche, mientras los adultos se turnaban para vigilar, Diego se reunió con sus primos en la cocina. Julián, el mayor, estaba tenso. Gastón, el menor, apenas podía sostener el rifle con manos temblorosas. —¿Y si nunca se va? —preguntó Gastón—. ¿Y si esto es el fin? Diego no respondió. Tenía la mirada fija en el ventanuco. Fue entonces que escucharon el grito. Un alarido, humano, desgarrador, que venía desde el galpón donde guardaban el generador. —¡Julián está afuera! —exclamó Gastón, pálido como un papel. El corazón de Diego se hundió. Julián había salido minutos antes para verificar si el generador seguía funcionando. Sin pensar, tomó su rifle y salió. La niebla era densa como nunca. Apenas podía ver sus manos frente a él. Se guió por los gritos. —¡Julián! —gritó—. ¡¿Dónde estás?! Entonces lo vio. Una figura arrastrándose por el suelo, cubierta de sangre. —¡Julián! Corrió hacia él, pero se detuvo al ver su rostro. Los ojos de su primo estaban muy abiertos, en shock. Su pecho tenía tres cortes profundos. Intentaba hablar, pero solo salía un gorgoteo ahogado. Diego cayó de rodillas, tomándolo en brazos. —Tranquilo, estoy aquí... Pero Julián alzó un brazo, señalando algo detrás de Diego. El sonido comenzó otra vez. Diego giró justo a tiempo para ver una figura salir de la niebla: grande, encapuchada, de piel grisácea. Sus ojos brillaban en rojo. No era una criatura animal. Era humano... o lo había sido. Diego apuntó el rifle y disparó. Una, dos veces. La figura retrocedió, pero no cayó. —¡Ayuda! —gritó con desesperación. Desde el rancho, su padre y los demás salieron corriendo. Dispararon sin piedad. La figura se desvaneció en la niebla como humo. Pero Julián ya no respiraba. Gastón cayó de rodillas junto al cuerpo de su hermano, roto en llanto. Nadie pudo decir una palabra. El cuerpo fue llevado al sótano, donde lo envolvieron en mantas. Diego se encerró con el libro, furioso. Entre las páginas, descubrió un nuevo detalle: un grabado de la figura encapuchada, con el mismo símbolo que el medallón. A su lado, un nombre: Mauritius. —Mauricio —susurró Diego—. Él no cruzó solo. La marca que llevaba en su piel… la había heredado. Y ahora estaba creando más como él. Pero ya no necesitaban romper el sello. Estaban aquí. Y la sangre derramada esa noche... fue sólo el principio. El amanecer trajo apenas algo de consuelo. Enterraron a Julián al pie del cerro, lejos del rancho, con una cruz improvisada y pocas palabras. Nadie quiso decirlo en voz alta, pero todos pensaban lo mismo: Esto recién comenzaba. Diego no se separaba del libro antiguo ni del medallón. El símbolo que estaba grabado en la criatura muerta también aparecía en una página rota, junto a una advertencia en latín. Su abuelo le tradujo lo esencial: —“El sello no sólo contiene, también advierte. Si se rompe, otros lo sabrán. Y vendrán.” Fue entonces que decidieron reforzar el suelo bajo el rancho, justo donde generaciones anteriores habían tallado un círculo protector. Con cuidado, Diego y su padre redibujaron el símbolo en el centro del sótano, rodeándolo de sal, velas negras y líneas de sangre de cordero, como indicaban los textos. Durante un par de noches, la niebla se mantuvo alejada. Pero la calma nunca dura mucho. Esa madrugada, un grito desesperado de Gastón los despertó a todos. —¡El símbolo! ¡Alguien lo borró! Corrieron al sótano. La escena era un desastre: el círculo estaba incompleto, una línea había sido borrada con tierra húmeda y sal derramada. Una parte del símbolo central estaba rayada... intencionalmente. —¡¿Quién hizo esto?! —rugió el padre de Diego, volviendo la mirada a cada uno. Nadie respondió. Pero la niebla ya estaba colándose bajo las rendijas. El frío era intenso. Y el "tok... tok... tok..." volvió a escucharse, ahora justo fuera de la casa. —¡Refuercen las ventanas! ¡Rápido! —gritó Diego. Las criaturas se acercaban. Esta vez no una, sino varias. Siluetas encapuchadas, deformes, con ojos brillantes como carbones encendidos. Una de ellas arañó la puerta principal con una garra de hueso. Diego apuntó su rifle, pero su abuelo lo detuvo. —¡No dispares! ¡No dentro del sello incompleto! —¿Y qué hacemos? ¡No podemos quedarnos aquí! El abuelo miró hacia el cielo gris. —Esperamos... al sol. Durante horas, resistieron. Las criaturas golpeaban las paredes, raspaban con uñas y dientes la madera. Una mano delgada y pálida se coló por una grieta en el tejado, pero fue cortada de un machetazo. Gastón temblaba en un rincón. Diego lo observó, con los ojos entrecerrados. Recordó que él fue el último en estar en el sótano. Pero no era momento para acusaciones. Cuando el primer rayo de sol tocó el horizonte, un chillido agudo recorrió el aire. Las criaturas se disolvieron como humo. La niebla se retiró a rastras, como si fuera una criatura más. Todos se dejaron caer al suelo, exhaustos, en silencio. Pero el alivio fue breve. Diego bajó al sótano una vez más. Y esta vez, debajo del símbolo borrado, encontró algo enterrado en la tierra blanda: un papel doblado varias veces, manchado de sangre vieja. Lo abrió. Una nota, escrita a mano: “La marca nos libera. La sangre llama. Uno de ustedes ya eligió.” Diego apretó los dientes. Alguien en la familia no quería sellar nada. Alguien quería dejarlos entrar.