El rancho estaba en silencio desde aquella noche. Aunque el sol volvió a salir y la niebla desapareció, la familia vivía en un estado de alerta constante. Nadie dormía bien. Nadie hablaba mucho. Todos sabían que había algo más.
Diego no se despegaba del libro del abuelo. Pasaba horas encerrado en la vieja habitación del anciano, entre papeles amarillentos, símbolos tallados en madera, y un extraño medallón con forma de ojo. Una tarde, mientras revisaba una caja de cartas antiguas, encontró una dirigida a su abuelo. La letra era firme, elegante. “Jorge, el sello debe mantenerse. La orden confía en ti. No olvides tu juramento.” Debajo, un símbolo idéntico al que había usado para cerrar el velo. —¿Qué orden? —murmuró Diego. Encontró más cartas. Algunas fechadas en los años 60. Otras mucho más antiguas. Una hablaba de “una línea de sangre destinada a custodiar la frontera entre los mundos”. Diego tragó saliva. Su familia... no era común. Esa noche, decidió confrontar al abuelo, quien yacía en cama, recuperándose lentamente de su herida. Cuando Diego le mostró las cartas y el medallón, el anciano cerró los ojos y suspiró. —No quería que lo supieras —dijo, con voz rasposa—. No todavía. —¿Qué somos? —preguntó Diego—. ¿Qué significa esto? El abuelo lo miró, cansado. —Somos guardianes. Por generaciones, nuestra familia protegió este lugar. Este campo… no es sólo tierra de pasto y ganado. Es un punto de cruce. Uno de los pocos lugares donde el velo entre mundos es débil. —¿Y tú abriste el sello? El viejo negó lentamente con la cabeza. —No. Yo lo reforcé muchas veces. Pero... alguien más lo hizo. Alguien de sangre nuestra. Diego sintió un escalofrío. —¿Quién? El abuelo miró hacia la ventana, como si esperara ver algo. —Tu tío... Mauricio. Diego palideció. —¡Pero él murió hace años! —Eso nos hizo creer —dijo el abuelo con amargura—. Pero lo encontré. En el bosque. Cambiado. Él fue seducido por lo que hay del otro lado. Promesas de poder, de vida eterna. Me rogó que lo ayudara a abrir el paso. Yo me negué... y él desapareció. El corazón de Diego latía con fuerza. —¿Crees que todavía está vivo? —Lo sé. Él abrió el sello. Y mientras viva... puede abrirlo de nuevo. El medallón comenzó a vibrar en sus manos. —¿Qué es esto? —Una llave —dijo el abuelo—. La única forma de encontrarlo... es cruzar. Diego lo miró horrorizado. —¿Cruzarlo? ¿Quieres que entre al otro lado? —Tarde o temprano, alguien tendrá que hacerlo. Porque mientras él siga allá... esto no terminará. El rancho volvió a estremecerse. Una sombra cruzó la ventana. La niebla regresaba y nadie podía saber que es lo que iba a pasar, Diego con mucho miedo pensaba y pensaba en lo que iba a suceder luego. su padre notó su preocupación y se acercó a el para tratar de calmarlo, Pero Diego estaba en otro lado, su mente parecía perdida. estaba perdido en el libro mirando y tratando de descifrar algo por más pequeño que sea el tenía que encontrar algo.