capitulo 5

Los días pasaban con una tensión insoportable. Nadie confiaba ya en nadie. Dormían con los rifles cargados, los cuchillos bajo la almohada y el medallón colgado al cuello de Diego.

Pero la niebla... volvía cada noche. Más densa, más viva. Ya no se quedaba fuera. Se colaba por las rendijas como humo con voluntad propia. Algunos aseguraban ver siluetas dentro de la casa. Otros escuchaban pasos donde no había nadie.

Y entonces, una madrugada sin luna, el abuelo murió.

No hubo gritos. No hubo pelea. Solo un golpe seco en la madera del entrepiso, como si algo pesado hubiese caído.

Cuando Diego subió, lo encontró allí: acostado en su cama, los ojos abiertos... pero vacíos. No había sangre. No había herida.

Sólo un símbolo tallado con garras en su pecho, quemado en la piel: el mismo que Diego había visto en el libro.

—No tiene sentido... —murmuró su padre, arrodillado junto al cuerpo—. ¡No tiene sentido!

La piel del abuelo aún estaba tibia. Su expresión, de terror absoluto.

—¡Revisen todo! —ordenó su padre—. ¡¡Ahora!!

Buscaron en cada rincón, pero no encontraron rastro alguno de entrada o salida. Sólo la marca. Y la niebla aún temblando detrás de las ventanas, quieta como un animal esperando.

Esa tarde, al cavar la tumba, Diego sintió algo debajo de la tierra: una piedra negra, suave como vidrio, con el símbolo del medallón grabado en ella. La sacó con cuidado.

—¿Qué es eso? —preguntó Gastón, acercándose con cautela.

Diego no respondió. La piedra quemaba un poco en su mano, pero no quería soltarla.

Esa noche, mientras todos dormían, la piedra empezó a brillar con un rojo tenue.

Diego abrió los ojos, sobresaltado. Y escuchó una voz.

No venía de fuera.

Venía de dentro.

—Uno más... uno más... el sello caerá...

Se levantó lentamente, con la piedra aún en la mano.

Cruzó la sala en silencio.

Y vio, frente a la puerta cerrada, una figura agachada, como si rezara.

Diego se acercó con el arma lista.

—¿Quién está ahí?

La figura se irguió. Era humana, o parecía. Pero sus ojos brillaban como los de las criaturas. Y no tenía rostro.

Solo piel lisa, tensa, estirada. Y una sonrisa imposible pintada en carne.

La figura se desvaneció cuando Diego apuntó.

Un susurro quedó flotando en el aire:

—La familia es la grieta.

—Y el abuelo lo sabía.

La tensión dentro del rancho era insoportable. La muerte del abuelo había quebrado algo más que el alma de la familia: había abierto una brecha entre la confianza y el miedo.

Diego no podía dejar de pensar en Gastón. Desde aquella noche del ataque, su primo hablaba poco, se aislaba, y su mirada parecía... hueca. No había llorado por el abuelo. Ni una palabra.

Una madrugada, Diego se levantó antes que los demás. Bajó en silencio al sótano, con la lámpara de aceite en la mano.

Y lo encontró allí.

A Gastón. Arrodillado frente al símbolo. Pero no lo estaba reparando... lo estaba rayando otra vez.

—¡¿Qué estás haciendo?! —gritó Diego, alzando el rifle.

Gastón se volteó como si acabara de despertar de un trance. Sus ojos, desorbitados.

—No... yo... no sé cómo llegué aquí...

—¡Mentira! ¡Te vi! ¡Fuiste tú también la primera vez!

Gastón empezó a temblar.

—No quería... Ellos me hablaron. Cada noche. Me decían que si borraba el sello, dejarían en paz a los demás...

—¿Quiénes?

Gastón bajó la mirada.

—Las cosas en la niebla. Pero ya no sólo me hablan... me usan.

Entonces Diego vio la marca en su brazo: el mismo símbolo que había aparecido en el pecho del abuelo, pero más pequeño... recién tallado.

—¡Dios mío! —susurró Diego.

—A veces no sé si sigo siendo yo —gimió Gastón—. Me duermo y despierto cubierto de tierra. Oigo sus voces incluso ahora. Y cuando los miro... siento que no soy parte de ustedes.

Diego bajó lentamente el arma, sin dejar de apuntarle.

—¿Les contaste algo? ¿Sobre el medallón? ¿Sobre el libro?

Gastón negó con la cabeza, pero sus ojos evitaron los de Diego.

—¡¿Gastón?!

—¡Lo tiré! ¡No podía más! ¡Sentía que si lo tocaba otra vez, me arrancarían la piel desde dentro!

Diego cerró los ojos con furia.

El medallón. La única protección real. Perdido.

—Tenemos que contarles a los demás. Ya.

—No... —murmuró Gastón—. Ya es tarde.

Desde fuera, el "tok... tok... tok..." comenzó de nuevo. Pero esta vez no venía solo. Venían pasos. Muchos. Arrastrados. Húmedos.

Y entonces, por las rendijas, una voz:

—Gracias por abrirnos, Gastón. La sangre es el pacto.

—Y Diego... tú serás el siguiente.

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