Diego despertó con un jadeo ahogado, como si emergiera de un mar oscuro. Cada respiración era fuego dentro de sus costillas vendadas. El dolor lo mantenía anclado al mundo, aunque por momentos deseaba que lo dejara flotar a la deriva. No sabía cuánto tiempo había pasado desde la batalla en el refugio. Tal vez horas, tal vez días.
Sus ojos vagaron por el cuarto tenuemente iluminado. El techo de madera crujía suavemente, como si respirara con él. Sasha estaba allí, sentada junto a su cama, sujetando su mano con fuerza. Sus ojos estaban enrojecidos, húmedos, pero cuando lo vio abrir los ojos, una sonrisa temblorosa iluminó su rostro.
—¡Diego… mi amor! —susurró, con la voz rota.
Intentó sonreírle, pero su rostro apenas obedecía. La garganta seca solo dejó salir un murmullo ronco.
—¿Las… chicas?
Sasha giró y llamó suavemente. Desde la puerta aparecieron Lara y Emilia. Las pequeñas caminaban despacio, con el miedo aún pintado en sus caritas. Emilia llevaba en brazos un osito gris al que le