El eco de mis palabras resonó en el despacho. Nicolás había adoptado una postura digna para alguien que llevaba el peso de la culpa y el temor. Pero mis ojos se clavaron directamente en él, sin importar el suelo o la posición de sus rodillas. Era un hombre roto, que escondía mucho más de lo que confesaba.
—Levántate, Nicolás —ordené, mi voz firme como el filo de una espada—. Y tú también, Lucil.Ambos dudaron por un momento, pero mi autoridad no dejaba margen para la indecisión. Cuando finalmente quedaron de pie, mi mirada seguía fija en Nicolás, desbordando la energía de mi lobo, que, inquieto, casi arañaba los límites de mi control. Lucil, al ver a la Gran Bruja Suprema Teka, abrió los ojos desmesuradamente y enseguida se arrodilló ante ella.—¡Heka, Heka, Heka! —la saludó, levantando l