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Amelia se encontraba frente al espejo, observando con detenimiento el reflejo de su rostro. Era difícil reconocer a la mujer que veía allí. El tiempo había dejado huellas en ella, no solo en su rostro, sino en su alma. Había cometido demasiados errores, decisiones equivocadas, y no podía deshacer lo hecho. Sin embargo, sabía que aún podía hacer algo. Tal vez ya era tarde para corregir lo que había pasado, para regresar a lo que había sido antes, pero aún tenía la oportunidad de evitar que más vidas se destruyeran por culpa de Edward. El hombre que había manipulado su corazón y su mente, el hombre que la había alejado de William. El mismo hombre que ahora planeaba su venganza, sabiendo que había ganado la partida, pero no estaba dispuesto a quedarse ahí. Amelia había sido una víctima de su juego, pero ahora comprendía que no podía seguir siendo su peón. No iba a permitir que Edward destruyera todo lo que quedaba. Y, aunque había tomado malas decisiones, sentía que si no actuaba ahora, n
William no se movía. Ni un músculo. Las palabras de Amelia parecían haberse clavado en su pecho con la precisión de una daga. Marcus lo miraba de reojo, cruzado de brazos, atento a cualquier signo de arrebato. Amelia, con el cabello enmarañado por el disfraz, el rostro aún tenso por la humillación, sostenía la mirada del conde con la fuerza de quien ya no tiene nada que perder. No sabía en qué momento había dejado de temblar, quizá justo después de haberle dicho todo, de haber escupido la verdad sin adornos, sin dramatismos. Edward había estado detrás de todo. De su separación, del dolor de William, de su propia caída. Y ahora iba por Isabel. “No tuve a nadie que me advirtiera”, había dicho ella con voz firme. “Pero Isabel sí. Y no voy a quedarme callada esta vez.” William caminó hacia la ventana sin mirarla. La luz pálida de la madrugada se colaba entre las tablas sucias de la taberna, y su rostro quedaba cubierto por sombras que no dejaban ver si estaba furioso o simplemente roto. Ma
La mansión de los Pembroke resplandecía aquella noche como no lo había hecho en años. Candelabros de cristal colgaban con majestuosidad, lanzando destellos dorados sobre la larga mesa decorada con orquídeas blancas y vajilla traída desde Francia. Las criadas se deslizaban por el comedor con precisión casi coreográfica, sirviendo vino y retirando platos como si cada movimiento estuviera ensayado. Lady Tolliver, sentada a la cabecera opuesta a su yerno, sonreía con ese aire triunfante que Isabel conocía demasiado bien. Había organizado la cena con semanas de anticipación, bajo el pretexto de celebrar el regreso de Lord Edward Herbert, quien ahora ocupaba su lugar entre los invitados, impecablemente vestido, cortés y encantador. Los murmullos de admiración por su comportamiento elegante y su conversación ingeniosa no tardaron en llenar la sala. Cada palabra suya era medida, cada mirada dirigida con maestría. Hacía mucho que Edward no interpretaba tan bien el papel del perfecto caballero.
La noche aún palpitaba con el eco de la humillación cuando William cerró con fuerza la puerta del comedor. Los candelabros seguían encendidos, las copas llenas, pero el alma de la mansión Pembroke se había oscurecido. Isabel caminaba a su lado, con el rostro encendido por la indignación. Ni una sola palabra había dicho desde que expulsó a su madre del salón, pero sus manos temblaban de furia. William, pese a todo, la miró con una mezcla de desconcierto y ternura. Jamás imaginó que Isabel sería capaz de levantar la voz de esa forma, mucho menos contra su propia madre. Aún podía escuchar el silencio que se hizo tras sus palabras: “Aquí nadie humilla a mi esposo. Si no puede respetarlo, márchese de esta casa.” Lady Tolliver se había marchado entre suspiros dramáticos, murmurando improperios que nadie se dignó a responder. Edward, en cambio, se quedó hasta el último minuto, sentado como un príncipe caído del cielo, ofreciendo sonrisas y disculpas con una perfección casi ofensiva. Cada ge
La biblioteca de la mansión se mantenía silenciosa, con la luz de la tarde filtrándose a través de las ventanas altas. El aire estaba cargado de la tensión que se había acumulado en los días anteriores. Edward llegó con paso firme, su rostro impasible, pero con una ligera sonrisa en los labios que delataba su confianza. Había estado esperando este momento, y su actitud lo mostraba claramente. Sabía que tenía la ventaja, y quería asegurarse de que William lo sintiera en cada palabra, en cada gesto.William se encontraba sentado frente a su escritorio, observando un conjunto de papeles que no parecían captar su atención, pero que servían como distracción. Al escuchar la puerta abrirse, no se giró inmediatamente. Sabía quién era. Edward entró sin esperar invitación, un hombre que ya no tenía nada que perder, o eso pensaba él.—¿Así que decidiste venir por fin? —dijo William, su tono neutral pero tenso.Edward no perdió tiempo en responder.—No esperaba que tardaras tanto, Will. Pero lo
Esa noche, William no pudo conciliar el sueño. La oscuridad de la mansión lo envolvía, pero su mente no dejaba de moverse en círculos. Se levantó en silencio y caminó hacia su despacho, donde encendió una vela. La flama titilaba, tan frágil, tan pequeña. La veía arder lentamente, como si el tiempo también se estuviera consumiendo junto con ella. El suave crepitar de la cera quemándose era lo único que lo acompañaba en la quietud de la noche.Isabel, que había despertado por el ruido de la puerta, apareció en el umbral del despacho. Se acercó en silencio y, al verlo allí, se detuvo un momento, observando cómo se perdía en el resplandor de la vela.—Solía hacer esto mucho en el pasado —dijo Isabel, rompiendo el silencio, con una leve sonrisa en el rostro—. A mi madre la volvía loca. No soportaba ver cómo pasaba horas observando la flama. Decía que me perdería en ella.William no apartó la vista de la vela. La calma de la habitación era un contraste con lo que ocurría en su interior.—¿Q
A la mañana siguiente, William apenas había dormido. El amanecer encontraba su rostro cansado, pero su determinación intacta. Isabel, atenta como siempre, no quiso agobiarlo con preguntas; sabía que él necesitaba claridad para lo que iba a hacer.Después del desayuno, William ordenó ensillar su caballo. Marcus, atento a cada movimiento, se acercó mientras ajustaba sus guantes.—¿Vas a buscar a Lady Grayson? —preguntó en voz baja, como si temiera que alguien más pudiera oírlo.—Sí —respondió William con un asentimiento firme—. Si hay algo que pueda salvarme, ella debe saberlo.Marcus le tendió una carta doblada.—Por si acaso... Una nota para Isabel. No confío en que este viaje sea tan simple.William tomó la carta y la guardó en el interior de su chaqueta. Luego, montó y partió hacia la residencia de Lady Grayson, ubicada en las afueras del condado.El trayecto fue largo y solitario. El viento frío le cortaba el rostro, y cada golpe de las pezuñas de su caballo contra el suelo parecía marcar
Las horas siguientes fueron un torbellino de preparación. Marcus mandó llamar a un antiguo sirviente de la familia, alguien de absoluta confianza, para que se escondiera en una habitación contigua al despacho y pudiera dar testimonio de todo. Prepararon la habitación: revisaron paredes, puertas, rincones, asegurándose de que nadie más pudiera escuchar o descubrir el plan.Isabel se ocupó de enviar una invitación formal a Edward, haciéndola pasar como un gesto de buena voluntad para resolver los “malentendidos”. La carta fue cuidadosamente redactada para sonar desesperada, como si William ya hubiera aceptado su derrota.Cuando todo estuvo listo, William llevó a Isabel a su habitación. La abrazó largo rato, en silencio, como si quisiera grabar en su memoria el calor de su cuerpo.—¿Confías en mí? —susurró en su oído.—Con mi vida —respondió ella, sin dudarlo.—Entonces mañana será el principio del fin para Edward.**La mañana llegó envuelta en un manto de tensión. Edward respondió a la