El carruaje de William se detuvo frente a la mansión Pembroke. Descendió con la elegancia que lo caracterizaba, aunque el cansancio de las semanas de viaje se dibujaba en su rostro. A su lado, Marcus bajó con la soltura de quien ya considera ese lugar un segundo hogar.
—Por fin en casa —murmuró William, soltando un suspiro—. Espero que Isabel haya estado bien.
Al cruzar el umbral, fueron recibidos por un ambiente inusualmente animado. Isabel, radiante, apareció al pie de la escalera con una sonrisa resplandeciente. A su lado, un hombre alto, de porte impecable, la seguía con familiaridad.
—¡William! —exclamó ella, corriendo a abrazarlo—. Qué alegría verte. Permíteme presentarte a Edward Herbert, tu primo.
William alzó una ceja, sus ojos posándose con frialdad sobre el desconocido. Había algo en su sonrisa —demasiado ensayada— que despertó su desconfianza de inmediato.
—Edward —dijo, extendiendo una mano con cortesía tensa—. No esperaba tu visita.
—El placer es mío, William —respondió E