La oficina de Matthews en Quantico estaba iluminada únicamente por la luz azulada de las pantallas. Afuera llovía, y el golpeteo constante contra las ventanas le daba al ambiente un aire monótono. Matthews repasaba una y otra vez los reportes recibidos de Grayhaven. Las fotos de las escenas, los nombres de los testigos, los patrones que parecían no encajar. Todo olía a conspiración, pero aún no tenía la pieza que lo confirmara.
El reloj marcaba casi la medianoche cuando se abrió la puerta.
—¿Trabajando hasta tarde otra vez? —preguntó una voz suave, familiar.
Matthews levantó la vista. Era Marcus Levin, supervisor de enlace con Washington. Siempre aparecía en los momentos más inesperados, como si supiera de antemano cuándo debía entrar. Traía bajo el brazo una carpeta gruesa y un café humeante en la otra mano.
—Eso ya no debería sorprenderte, Levin —gruñó Matthews, cansado.
Levin sonrió, dejando el café frente a él. —Pensé que te vendría bien. No puedes seguir funcionando sol