La mansión Barrymore estaba en penumbras, iluminada solo por la luz anaranjada de la chimenea. Judy se paseaba lentamente frente a Ethan, copa de vino en mano, vestida de seda carmesí, con esa mezcla de sofisticación y amenaza que la convertía en una reina oscura de Grayhaven.
Ethan la observaba desde el sillón, con el gesto contenido de un hombre acostumbrado a negociar, pero que comprendía que con Judy Barrymore no se negociaba: se obedecía o se pagaba el precio.
—Ethan —dijo ella, con voz suave pero firme—, esa agente del FBI, Allyson Drake, está demasiado cerca. Se mete en rincones donde nadie la llamó. Hace preguntas que no debería. Y peor aún, se ha fijado en ti.
Él arqueó una ceja. —¿Eso te molesta? ¿No me dijiste que me acercara a ella?
Judy sonrió con una mueca venenosa. —Me preocupa. No porque crea que eres débil, sino porque sé lo peligrosa que puede ser una mujer cuando combina sospecha con deseo.
Ethan dejó su copa en la mesa de cristal. —No soy un asesino, Judy. No me me