La madrugada había caído sobre Grayhaven como un manto pesado y húmedo. Era la hora en que el pueblo dormía, cuando ni siquiera los perros se atrevían a ladrar. La niebla avanzaba desde el mar y se deslizaba por las calles como un animal hambriento, cubriendo faroles, aceras y portales con su velo blanco. Para los habitantes, era una rutina: cada invierno la bruma lo invadía todo. Pero esa noche tenía algo distinto, algo sofocante, casi maligno.
El sheriff Thomas conducía solo. El ronroneo del motor de la patrulla era lo único que se oía en kilómetros a la redonda. La radio policial permanecía muda, apenas un siseo intermitente. La luz amarillenta de los faroles apenas lograba abrirse paso en la neblina, y él avanzaba con las luces bajas, que no hacían más que remarcar la densidad del aire. Sentía que manejaba dentro de una nube cerrada, sin arriba ni abajo, sin horizonte ni fin.
En el asiento del pasajero reposaba una carpeta gruesa. Era una recopilación de reportes: disparos no conf